EL PASTOR EXTRAVIADO
Envuelto ya en las sábanas de la noche, don Carlos esbozaba algunos versos que hablaban del río de su infancia, los colores del paisaje y el silencio fluido del agua. Acomodó la cabeza en la almohada y cerró los ojos. Sintió un malestar en la espalda baja, que lo obligaba a acostarse de lado. Algo lo tenía inquieto los últimos días, un pastor extraviado. Quizás había que buscar nuevamente entre el heno del nacimiento, probablemente detrás de esa cascada simulada que evocaba los paseos con su madre. Mientras se dispersaba en esa idea fue recorriendo imágenes lejanas en la memoria o, tal vez, la imaginación. Corría en medio de un pastizal y sus pies se hacían volátiles, etéreos y aquello se volvía un levitar de prisa, un traspasar árboles a velocidad inusitada y un desconocimiento de su cuerpo, que era ligero y frágil.Vio entonces al hombre: barbado, cabello largo, bordón en mano. Don Carlos sintió las piernas por primera vez, caminó a prisa entre el pastizal hasta tener al hombre de frente. Algo que escapaba a su razón lo hizo quedársele mirando quieto a los ojos y descubrir una diafanidad, la tranquilidad que no le habían proporcionado ni la vejez ni la poesía. Reparó en que había desparecido aquel dolor de días. Don Carlos miró hacia atrás para descubrir que lo acompañaban en aparente desorden ovejas morenas y blancas. Miró nuevamente al hombre, en sus manos extendidas descubrió las marcas de la cruz. Creyó comprenderlo todo.
Cuento de Jesús Nieto.
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